Ni siquiera un día en el que tienes la autorización para hacer – Dios mediante y con matrícula extranjera - más de seiscientos kilómetros en un Bentley GTC. Seguro que aquella mañana más de un entusiasta habría vendido su alma al diablo por estar en nuestro pellejo. Seguro que sí. A contrarreloj.
¿Y qué si a la salida está nublado y padezco un atasco? No pasa nada… como James Bond en Moonraker viajo en un Bentley con matrícula británica –licencia para volar (en carretera)- y tengo una misión que cumplir. Agitado, no removido, por favor.
Nadie en su sano juicio dudaría de su seguridad cuando un caparazón de dos toneladas y media le acoge en su regazo amablemente. El caso es que yo lo hice y no se por qué. Supongo que en aquel momento sólo pensé en llegar a tiempo a nuestro destino y no perder la responsabilidad de cuidar de aquel bólido. O a lo mejor perdí el juicio pensando en que nunca había conducido un motor con 12 cilindros y casi 600 cv. Ciertamente, estoy nervioso. Treinta minutos al volante y ya vuelvo en mí, las últimas luces de la ciudad empiezan a perderse de vista y sólo veo carretera. Ahora va en serio.
El movimiento.
La velocidad es un concepto desprendido. Tan es así que en algún momento tuve la sensación de estar detenido mientras el paisaje y los otros coches e incluso el tiempo ejecutaban un movimiento ajeno. El paroxismo del movimiento se resume a una sensación de quietud estética, de contemplación.
El que aquí encima escribe es mi compañero de viaje, ensimismado por el resultado del primer pulso con el acelerador. Un avance con precisión en el que sin esfuerzo la tracción total nos colocó a 239 km/h y en el que la dirección se endurecía progresiva y electrónicamente a golpe de pedal. El murmullo del asfalto creció de forma notable al alcanzar esta velocidad e intenté justificarlo enseguida. Por eso, pensé en el trabajo que estarían haciendo en ese momento los neumáticos, que con medidas de 275/40 ZR18 - ahí es nada – estaban definiendo a la perfección el comportamiento del coche.
Según el cuentavueltas sólo podemos sobrepasar ligeramente las 6.000 rpm antes de llegar al corte de inyección. ¿Poco para tanto motor? Yo diría suficiente, más aún porque la evolución del par es muy lineal y no muestra caídas en ningún margen de la aceleración. Su apogeo comienza a partir de las 1600, que es donde se nota el trabajo de los dos turbocompresores. Hacer 0 a 100 en 4,7 segundos es coser y cantar.
Me fascina la dirección progresiva y la forma de pilotaje en general. El volante de cuero beige y tela azul, la caja de cambios o el simple pero elegante reloj Breitling de la segunda Guerra Mundial. Después de un par de torpes intentos con los controles del volante me doy cuenta de que aquí hay algo raro. Las dos levas ocultas tras el volante son tan grandes que me obligan a tantear antes de cambiar de marcha o aclarar el parabrisas porque una casi se toca con la otra. Nada grave, ni mucho menos.
¿Aceleración, velocidad? Querido: el secreto es frenar sutilmente.
¿Pero basta con la aceleración impetuosa o la respiración atlética del motor? Pragmático, británico, su comportamiento cuando se enfrenta a la carretera despejada se asemeja más al destello del sol en un cielo límpido. Pero no, esto no basta. La lección más importante, amigos, es con la que nos deleita su frenada. El exacto control de sus posibilidades: acaso la sutileza de la caída de la luz en un ocaso quieto.
Llevamos más de cien kilómetros recorridos y seguimos sin poder descapotarnos. Una pena que habría que aliviar de cualquier otra forma. Reduje un par de marchas de golpe, el morro del capó se levantó apretando los dientes en señal de fuerza y en menos de cinco segundos vimos pasar la carretera a 261 km/h. El tacto de la dirección estaba mas firme que nunca y el peso del coche nos mantenía pegados a la carretera en un tramo serpenteado sin coches que pudieran sentirse incómodos. Aquellos 5 metros de longitud y la enorme distancia entre los ejes no permitieron ni un solo vacile al hacer las curvas entrando en aceleración.
Probemos a dejar de acelerar, por si acaso, y a saltarnos la máxima de no pisar el freno en pleno giro. Así probamos – de paso - la efectividad de los discos más grandes que existen para un turismo (405 mm los delanteros y 335 los traseros). Bajé a quinta velocidad y a 190 km/h. Una curva a izquierdas no muy profunda se aventuraba como el mejor escenario para tantear. A esa velocidad sigue muy presente la inercia del peso a salirse por la tangente y abandonar la trazada que le marcamos. Un leve toque de freno al soltar el acelerador y aquello se balanceó comprensiblemente provocado por una sobrecarga en el eje delantero. Solté el pedal y el cabeceo se convirtió en una oscilación lateral. Ahí estaban las dos toneladas y media intentando recuperar su punto de equilibrio. Fue cuestión de corregir levemente la dirección y en varias centésimas de segundo había recuperado su bajo centro de gravedad.
Bentley imita a Bentley.
Dentro de un Bentley el universo es Bentley. Sin presunción y sin falta ninguna en las funciones que ofrece en una época cuyo dominio de la técnica asume que ignorar cualquier pequeño detalle –radio, aire acondicionado, TV, navegador, información del viaje, información del tráfico, información del vehículo- será una distracción frívola y absurda. Puede acariciarse el hilado artesanal de las piezas del interior forrado de cuero color vainilla y azul marino.
En ésas reflexiones me andaba yo cuando nos llegamos al meridiano de Greenwich: el tiempo es nuestro. ¿O no?
Sí que lo es. La cosa avanza pero el contador de combustible cae a marchas vertiginosas. Al menos habíamos recuperado terreno en nuestra lucha contra el reloj. Hay que parar y llenarlo de vida. 91 litros de combustible de golpe ¿Qué pasa? Comprobamos el olvidado ordenador de a bordo y - he aquí la explicación - ¡hemos hecho mas de 20 litros de consumo a los 100!. ¿Habrá que volver a parar?
Mirar el ordenador nos hizo poner toda la atención en los detalles del habitáculo. La pantalla del navegador en el panel de madera pálida de nogal y los botones de control son de material plástico de color negro, blando y agradable al tacto, sin aristas. Bajo la pantalla los botones de selección de modo y la rueda de sintonía –sensible y firme- imitan el logotipo de Bentley: de la rueda en el centro (negra con el perímetro cromado y rugoso) vuelan hacia los lados dos saetas plateadas. Y un par de detalles insoslayables. Las bocas de salida del aire: tres cuartos de esfera cromada hundidos bajo el salpicadero. Y los dispositivos de control de salida del aire: finas palancas terminadas en un botón, también cromado. Clásico en el más honorable sentido de la palabra. De una delicadeza sobresaliente. Coronaba el vértice superior del triángulo un reloj de agujas Bentley de aire vintage.
Deposito lleno, pilas cargadas y otros cuatrocientos kilómetros por delante que pasarían como un suspiro. Antes de nada, pondremos de nuevo a cero el ordenador de a bordo.
Atasco. Llegada.
En la entrada a la ciudad de destino topamos con otro atasco. Consecuentemente, plegué la capota –unos 25 segundos- y me calé la gorra Superamos el atasco, y olvidamos cubrir el coche. Y si lo olvidamos es porque nada nos hizo recordarlo. No quiero decir que sea indiferente viajar con capota o sin ella: lo que digo es que alcanzamos velocidad de autopista y no nos incomodó en absoluto.
Claro que no nos incomodó porque a esa distancia de nuestro destino ya no llovía y por fin olía al salitre del mar. Además, preferíamos abandonar el sonido “racing” del motor a alta velocidad y cambiarlo por escuchar el golpe de viento a menos velocidad. Un atasco fue el momento justo para recibir los últimos rayos de sol. A 30 km/h el mecanismo de la capota actúa lenta pero continuamente recogiendo los pliegues del techo de tres capas de lona. Una leve señal acústica nos indica que su trabajo ha terminado.
Preferí dejar de utilizar las levas y pasé al modo totalmente automático. Casi sin enterarnos, nos dimos cuenta de que íbamos hablando a un volumen bajo sin que la aerodinámica nos hiciera elevar los decibelios. La dirección ya había suavizado el tacto del volante y la suspensión se había elevado abandonando el modo más “sport”. Regulé de nuevo mi asiento, jugueteé con los reglajes eléctricos e intenté disfrutar de los últimos momentos. El confort nos servía la última etapa en bandeja, justo antes de la despedida.
Por fin en nuestro destino. Perdí mi amado portaminas, el macizo de Montserrat fue testigo, bajo el asiento: un entramado de carriles metálicos y muelles hidráulicos recubiertos de cuero. Un portaminas que nunca debería haber perdido. El consuelo es que ese portaminas, al menos, permanecerá en el universo Bentley.
Ojalá nadie lo encuentre nunca.
Esta versión descapotable del GT está disponible desde el año 2006 a un precio de 213.000 euros.