BMW X6

xDrive 30dA

Lo conduje una semana entera antes de escribir esto.
Era jueves. De esos en los que no sabes si estás saliendo de algo… o a punto de meterte en un lío.
Subió sin preguntar. Tacones, vestido negro y esa forma de cerrar la puerta como si ya conociera el coche. Yo metí D con la misma calma con la que uno se sirve un whisky bueno. Y salimos.
No hacía falta hablar. Ella miraba por el techo solar —abierto aunque fuera de noche— como si esperara algo del cielo. Yo solo pensaba en lo bien que le quedaba todo.

El blanco perla que parecía un traje italiano, las llantas gordas que giraban con soberbia, y el paquete M que lo vestía entero como si viniera de fábrica para noches así.

Pasó los dedos por el cuero bi-tono, crema y negro, sin apuro. Lo tocó sabiendo que eso no venía de serie.
Se notaba el Pack Individual. Configurado por alguien con gusto. Y un solo dueño.
No me miró. Pero lo estaba probando más que a mí. Y el coche… lo estaba haciendo todo bien.
3.0 diésel, 258 cv. Automático de 8 velocidades. Finales de 2014. Nacional. 180.000 km. Y ni un gesto de más. Va como tiene que ir.
Sin pantallas de circo. Hay respuesta. Hay aplomo. Y esa sensación de ir sentado en algo que está por encima de tu sueldo… pero dentro de tu alcance.
Paramos frente a una gasolinera cerrada. Luces apagadas. Ventanillas abiertas. El coche al ralentí, como esperando a que alguno de los dos dijera lo que no hacía falta decir.
Se bajó el cinturón y me soltó sin mirarme:
—No deberías venderlo.
—¿Y qué hago, me lo quedo?
—No.
Te lo crees.